Por: Juan Pablo Rodríguez
“No podemos perder a Brasil”, se conjuraron los diseñadores
de la empresa que diseña su vestimenta. Tras la debacle mundialista, que no se
sabe bien si empezó en Alemania 2006— con la fiesta en lugar del fútbol—, en el
2010—con las restricciones tácticas autoimpuestas por Dunga— o en el 2014 con
la paliza histórica de Belo Horizonte, la misión (imposible) para esta Copa
América era mantener la imagen, el brillo y el resplandor de quienes se dicen
recibieron el fútbol de los ingleses para perfeccionarlo.
En su afán comercial por no perder a Brasil como “la segunda
selección” de todos los latinoamericanos, y tras ver que la solución no estaba
precisamente en los pies de Roberto Firmino, los diseñadores de la firma
deportiva apostaron por transmitir el otrora esplendor de la canarinha a través de la camiseta. Solo
así se entiende que el satinado de las líneas en la camiseta que presentaron en
el Monumental de Santiago fueran las únicas que brillaran.
“No hay de otra”, prosiguió el jefe del departamento de
diseño que, luego de ver los 11 partidos del reinado de Dunga II, no se quedó
con la estadística del pleno de victorias sino con el estilo de juego
demostrado. Y no es que el jefe fuera un menottista de vieja cepa obsesionado
por el buen fútbol, pero tenía claro que con lo demostrado hasta entonces no
les iba a alcanzar. Hay que saber cómo hacer
las cosas para poder lograrlas, pensó para sus adentros en medio de la reunión.
Después de proferida la sentencia “no hay de otra” quedó
claro que el mando para hacer resurgir a la selección brasileña corría por
cuenta de la marca deportiva y no a cargo de los jugadores o del director
técnico. Aceptada por unanimidad la camiseta satinada a fin de “hacer relucir la
historia y la gloria de un equipo de brillo inmaculado” pasaron a votar el
escudo. Un escudo que ocupa media camiseta, un escudo enorme que pretende
imponer unas estrellas que ganaron otros. Lo que no imaginaron es que a todos
los jugadores de Brasil les quedó grande la camiseta.

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