martes, 7 de julio de 2015

Si no lo quieren, préstenlo





Por: Juan Francisco Garcia

Todo es historia. Chile listo para poner su primera Copa América en la vitrina y Argentina a casa, como hace uno año después de perder con Alemania. Lágrimas, silencio de funeral y el paneo escalofriante por las caras derrotadas de los mejores jugadores del mundo. La estética del fútbol se exacerba cuando se le hace zoom a las superestrellas y entonces,  por entre los tatuajes, por entre los peinados extravagantes, se asoman los niños, se asoma el potrero y se da cuenta uno de como les duele perder. Ahí están todos, rotos, infantiles, ensimismados en la amargura de la que sólo el fútbol es capaz.

Al otro lado, el festejo, las lágrimas de Sampaoli, el alivio de Bachelet, el estadio más rojo y feliz que nunca; y, también, la alegría infantil de jugadores de fútbol que se olvidaron de sus ferraris y, después de una temporada sin fin, jugaron  120 minutos a tope, sin pensar en el mañana, con la vida; saboreando la alegría que sólo el fútbol ofrece. El partido, que será recordado como un pulso de gladiadores ya es historia. Ya dejó para siempre preguntas sin respuesta: ¿y si Higuaín no falla el gol debajo del arco? ¿Y si entraba Tévez y no Lavezzi? ¿Qué tal Pereira en vez de Banega?

No hay caso. La Copa es para Chile y Argentina otra vez debe tirar del carro. Otra vez debe saborear la amarguísima miel de salir segundo. Y el caso, es que la foto más triste de todas es la de Messi, tirado en el pasto, solo, solísimo, con la mirada perdida y desorbitada con la que parecía decir “sí, debo aceptarlo, no ganaré nada con la selección”.

El caso es que vinieron las críticas. El caso es que el Diario Olé, el más leído en Argentina, sacó un Editorial dolido en el que erige a Messi como el gran responsable de la derrota. Y el caso es que no, por favor, eso no puede ser.

La final era para Messi el partido 67 de la temporada. 52 semanas y 67 partidos. 67 partidos en  los que el rival, sea cual sea, tiene una orden clara: hagan lo que puedan para parar al 10. ¿Y si hay que pegarle? Pues le pegan. ¿Y si hay que agarrarlo? Pues lo agarran. Lo que sea, al 10 párenlo como sea.  El caso es que a Messi, hasta que se compruebe lo contrario, le corre sangre por las venas como a  usted y  como a mí. Y se cansa. Y se deprime. Y  le salen ampollas en los pies. Y 67 partidos son demasiados para un solo año. Demasiada presión, demasiado desgaste.

 Lío, como pasa con los genios, es un adelantado. Tiene una comprensión del juego más profunda  y más lúcida que la de cualquier otro. Juega en otro tiempo. Ha entendido que para ser -y poder ser- letal debe regularse. Guarda el puñal para ataques esporádicos, perfectos. Se hace el loco, se tira a una banda, parece no estar, parece un autista perdido en una cancha de fútbol y…. ¡zas! en  el momento preciso -minuto 92 de la final de Copa América-  alza la mano, pide el balón al pie y cabalga. Cabalga y es imposible agarrarlo, cabalga y solo resta esperar, con los puños apretados –lo dijo Sampaoli- verlo festejar.

No fue así, lo sabemos todos. Higuain no logró entrar en el tempo Messi y llegó tarde a empujar el gol de la victoria, el gol del campeonato, el gol que cortaba la racha de 25 años sin títulos. El nuevo fracaso argentino debe doler. Es natural preguntarse qué habría sido de la final si Messi hubiera estado más activo, es entendible pegarle al televisor, odiar al fútbol por un rato.  Pero decir que Messi es el culpable, vecinos, es un sacrilegio. Es escupir en la mano que da de comer. No se lo permitan. O préstenlo, préstenlo por un ratico.

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