viernes, 30 de octubre de 2015

ESPECIALES: Mourinho... el otro



Mourinho... el otro
Por María Amorós



Bien lo sé, pero algo
Me impone esta aventura indefinida,
Insensata y antigua, y persevero
En buscar por el tiempo de la tarde
 El otro tigre, el que no está en el verso. 
-Jorge Luis Borges, El otro Tigre

José Mourinho es uno de los entrenadores más poderosos de nuestra época y uno de los más extraordinarios de todos los tiempos. Un par de Ligas de Campeones, una con el Porto y otra con el Inter; una Copa del Rey con el Real Madrid y títulos de liga en Italia, Portugal, España e Inglaterra confirman este hecho. Sin embargo, no goza de la simpatía de sus contemporáneos, ni se le ha hecho la debida justicia. A Pep en su “teatro catalán”, a Wenger entre los Gunners, a Tomás Roncero en el diario As y a Juan Pablo Varsky entre los argentinos, la pluma y la voz les rezuma de hiel cuando tienen que hablar de este funesto personaje. Traidor de nacimiento por denigrar a un Barcelona con el que vio su primer título desde una banca técnica; intrigante y provocador antes, durante y después de los partidos; incendiario en las ruedas de prensa; tránsfuga profesional; alma baja de déspota; y abyecto y amoral por algunas de las estrategias empleadas contra sus rivales y, más recientemente, por sus insultos a Eva Carneiro (la médica del Chelsea, cuyo nombre daría para escribir todo un artículo)... No se le escatiman las injurias.

Frente a los insultos y a los desprecios, Mourinho siempre había podido esgrimir la carta de la victoria. Pero las cosas han cambiado últimamente, precisamente desde aquel día en el que todo se invirtió y en el que nuestro diablo pareciera haber caído en “la tentación de Eva”. La figura del Mourinho orgulloso y vencedor se ha ido desvaneciendo desde entonces. Ahora hasta el diario inglés The Mirror se atreve a decir “Acabado” para describir en un titular la situación actual del técnico portugués. El mismo Mou reconoció hace un par de días (aunque a medias) que pasa por el peor momento de su vida profesional: “debí haber aprendido a perder hace muchos años....la derrota me llegó tarde” concluyó.

Y, claro, todos sus enemigos, en silencio, seguramente disfrutan de su aparente caídajusticia divina, dirán algunos. Pero yo no quiero unirme aquí al coro de quienes, incrédulos en el fondo frente a la idea de que algo así sucediera, se alegran de ver a Mou en tal situación. Ni a aquellos periodistas, dirigentes, técnicos y jugadores rivales que, desde mucho antes, han tratado mediante depreciaciones moralistas de arrinconar y reducir al rol de un simple “manipulador de emociones” a un hombre que, en la lucha psicológica y dialéctica, venció a hombres como Valdano, Florentino, Wenger y Guardiola. En este momento, quisiera explicar algo que creo también hace bastante tiempo: ninguno entre quienes lo critican intenta seriamente estudiar su carácter o, mejor dicho, la admirable y persistente dificultad de entender el personaje que Mourinho ha creado. A pesar de la complejidad que esconde necesariamente un personaje de este estilo, su personalidad se abrevia la mayoría de las veces al papel gastado y esquemático de un generador de polémica, o de un maquiavélico y astuto director que hace cualquier cosa que esté a su alcance para obtener un resultado.

Yo sospecho, sin embargo, que el verdadero Mourinho, si es que se puede hablar del “verdadero alguien”, se esconde detrás de esto. En su manera de mostrarse, se oculta un Mourinho, otro Mourinho. Es imposible que alguien sea solo así. No es posible que, después de quedar eliminado de la Capital One Cup, un entrenador afirme que está feliz porque el día siguiente será para él libre si así lo quiere. Ni se puede criticar al Arsenal por salir a defenderse en la final de la Community Shield, cuando no hay un campeón de Champions que se haya atrincherado más que el Inter de Mourinho en la semifinal que le ganó al Barcelona de Messi. Ese día, si mal no recuerdo, Eto’o jugó de marcador. Ni es posible creer que el personaje que insulta a Eva Carneiro por atender a un jugador, y que insulta a todo el mundo, partido tras partido, sea el mismo entrenador que muchos de sus jugadores, entre ellos Milito, John Terry, Diego Costa, Lampard y Esteban Granero, aprecian, admiran y defienden.

Por eso me atrevería a afirmar que el Mourinho que todos odiamos debe ser únicamente la meticulosa fachada que este genio ha hecho de sí. Hay otro Mourinho que permanece a la sombra de su personaje. Es oscuro y agazapado, una especie de versión contemporánea de Hitchcock. El “maestro del suspenso” lograba que el protagonismo de los actores fuera siempre artificial, solo los créditos de sus películas señalan y recuerdan que el verdadero protagonista de la obra, o del juego, es el director, aquel que mueve las fichas (todas de las que puede disponer), pero que no se deja ver en escena, salvo por un par de apariciones discretas y breves. Algo similar ocurre con Mourinho, quien es, además del evidente conductor de los equipos a los que entrena, quien decide cómo quiere ser visto por los otros.

 Aún en la derrota, o ante la amenaza siempre latente de la misma, este otro “maestro del suspenso” parece tener todo bajo control. Quienes critican a Mourinho no entienden la agudeza de quien dirige el suspenso. La caída de Mourinho es predecible, es algo que el mundo entero ha venido anticipando desde su primera salida del Chelsea. ¿O fue desde el enfrentamiento con Casillas en el Bernabeu?, ¿desde su mala tercera temporada en el Madrid?, ¿desde el incidente con la Carneiro? ¿o desde que perdió frente al Porto de Iker? ... Una y otra vez, cuando todo parece indicar que es el momento de bajar la cabeza y presentarse, vulnerable, como el ser humano que es, el portugués solo muestra su disfraz, esa suerte de otro de sí mismo. De este modo la tensión se prolonga indefinidamente y Mourinho sigue comprometido con el público a jugar, casi a pesar de sí mismo, el juego de las emociones, aquel que el director hábilmente ha ido construyendo para, de alguna manera, burlarse del espectador, y de él mismo.

Así pues, los adversarios de Mourinho, a quienes se enfrenta una y otra vez, no son sus rivales en el campo de juego (los Guardiola, los Benitez, o los Klopp) y, mucho menos, alguien como Messi; sino los críticos superficiales que no logran entender la delicada trama que hay detrás del juego de ocultamiento de Mou. Son estos críticos quienes presentan a Mourinho siempre como un megalómano vanidoso, convertido en una caricatura en la que se acentúa su único rasgo evidente: aquel que solo actúa para llamar la atención y distraer al público de observar los verdaderos protagonistas; aquel cuya sombra es tan grande que nunca podría dirigir equipos con un concepto o idea de juego definidos (como el Ajax, el Arsenal o el Barcelona); o aquel que solo se nutre de una carencia natural de estilo que en ningún momento ponga en duda su protagonismo.

 No obstante, es este Mourinho trillado, el “saco de boxeo de todos los cobardes”, como él mismo lo describe, quien le permite al otro maniobrar con aún más fuerza en tiempos de crisis. Esta infinita disposición al juego (con todo y los riesgos que éste trae consigo), esta capacidad para resistir repetidamente el embate de las emociones (propias y ajenas), esta apertura para burlarse del carácter no definitivo de la derrota, son las que lo hacen, a pesar de los odios que genera, digno de admiración. Y, aunque ello no vaya con el gusto de una época que ensalza personajes que son heroicos y ejemplares solo desde el punto de vista de una moral empobrecida, en este misterio que reviste al otro Mourinho, se revela una comprensión sofisticada y noble de lo que es el fútbol: tensión prolongada, la victoria o la derrota que siempre puede ser, pero nunca lo es del todo, ni de forma permanente.

A la fecha, el Chelsea de Mourinho ha perdido seis de los trece partidos que ha disputado esta temporada. Pero, dice el portugués, “hay cosas más importantes que los resultados”. Lo interesante del juego de Mourinho es que ni despedido, ni arrinconado, ni derrotado por el Liverpool de Klopp (posiblemente el último de sus capítulos con el Chelsea), delatará toda la verdad. Al camerino frío -o a la grada, o a su nuevo de destino- se lleva, celoso, sus secretos, para subsistir él mismo, como un secreto, todo crepúsculo y tinieblas, figura siempre hermética e impenetrable. Pero precisamente por eso seduce e incita al juego  inquisitivo que él mismo ejerce tan magistralmente, nos empuja a intentar descubrir, en su huella fugaz, todo el rumbo laberíntico de su vida, de sus planteamientos futboleros; y nos invita a adivinar, en su destino lleno de vicisitudes, la estirpe y el espíritu de quien, ya podemos decir, fue el más excepcional de los directores técnicos.

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