Por Alejandro Escorcia
@alescorci
En Colombia, ahí donde cae un cartucho
de bala, también rueda un balón (que suele esconder al primero). La relación
violencia-fútbol ha hecho parte de nuestra idiosincrasia desde que recuerdo. Fue
así en el segundo mundial que participamos y prueba de ello es que más gente
tiene presente el gol de Rincón (o el pase del Pibe) en el único partido que
Alemania no ganó en Italia 90 que la masacre que el Ejército -aliado con los
paramilitares- estaba llevando a cabo en Trujillo ese mismo negro año 1990. Fue
así también cuando la selección quedó eliminada de USA 94 y Andrés Escobar
recibió seis balazos calibre .38 que Humberto Muñoz, el escolta de los hermanos
narcotraficantes Gallón Henao, le metió por no dejársela montar después de su
autogol. Fue así mismo con la Copa América del 2001, cuando unas FARC de 18 mil
hombres disponían tanto de las libertades de este país, que semanas antes del inicio
del torneo secuestraron, nada más y nada menos, que al Vice-Presidente de la
Federación Colombiana de Fútbol Hernán Mejía Campuzano y, para remediar el daño, el Presidente de la República Andrés Pastrana se ensañó con llamarla la “Copa
de la Paz” para buscar el apoyo de todos
los colombianos en su lobby internacional y permanecer como sede. Esas las viví
(sin recordarlas todas). Sin embargo, derrotado nuevamente, cual niño cuando se
le pincha la pelota, descubrí hace poco que también en la Toma del Palacio de
Justicia, que cumple su tétrico trigésimo aniversario, el fútbol estuvo
presente.
No lo viví. Año tras año me entró
por una oreja y salió por la otra el requemado “hasta el día de hoy nadie sabe
que pasó en realidad”. Año tras año repetí el sí que tragedia y me limité considerarlo otro capítulo oscuro de la historia colombiana reciente. Pero este
año pesó en mí ese fétido olor a dolor ajeno -gestado en tres décadas de
incertidumbre- lo suficiente para ponerme a investigar cómo fueron realmente los hechos. Si bien no soy una segunda
Comisión de la Verdad, descubrí leyendo el informe que sacó la primera que lo
que yo conocía era una triste versión que, aunque no deja de ser cierta, era
ignorantemente abreviada: el M-19 entró, el Ejercitó respondió con tanques,
ignoraron el llamado al cese del fuego por Reyes Echandía y murieron
magistrados y desaparecieron inocentes. He podido ampliar mi versión y me
siento ahora identificado con la ignominia que suscita el hecho. Sin embargo, para
mi tristeza como futbolero férreo, cada vez que indago sobre la violencia en mi
país me encuentro una pelota por ahí. Y si no está por ahí, alguien la trae. El
6 de noviembre de 1985 la dueña de la pelota fue la entonces Ministra de
Comunicaciones, Noemí Sanin, que la usó para censurar a los medios obligándolos
a transmitir un partido entre Millonarios y el Unión Magdalena mientras en la
Plaza de Bolívar le llovían balas y rockets
a un Palacio incendiado.
Los relatos todos coinciden que
fue alrededor de las 11:30am cuando el Operativo Antonio Nariño por los
Derechos del Hombre dio inicio con la entrada de veinticinco hombres y diez mujeres
armadas al Palacio de Justicia. La radiodifusión, fiel a su tarea informativa,
cubrió esos primeros hechos sin aún entenderse la situación del todo. La
noticia se regó por el país y no tardó en recorrer las tres cuadras de distancia
que separaban al entonces Presidente Belisario Betancúr de los hechos. En
cuestión de minutos el presidente fue avisado. Sin embargo, atendía la presentación
de cartas credenciales de los embajadores de México, Uruguay y Argelia,
compromiso que priorizó y no fue sino hasta la una de la tarde cuando acabó la
cita diplomática que tomó riendas del asunto. Las tropas del Ejército llegaron
a la cita a las 12:30pm con la instrucción de “no permitir por ninguna razón
que se diera el espectáculo ante el país”, como le afirmó después el Ministro de
Defensa el general Vega a la Comisión de la Verdad. Lo digo con cinismo (porque
la rabia no me alcanza), espectáculo fue lo que hubo. Espectáculo macabro y
desabrido de pura receta colombiana.
Atrincherados desde las dos de la
tarde en el cuarto piso del Palacio en la oficina del magistrado Pedro Elías
Serrano Abadía, los guerrilleros del M-19 pedían una solución dialogada. El
asedio desproporcionado del Ejército, con dieciocho tanques cascabel (con cañon de 90
milimetros) y seis úrutus (con ametralladoras punto cincuenta), tenía a los
insurgentes arrinconados como ratas en naufragio. Todo colombiano que conozca
superficialmente la historia reciente, por lo menos ha escuchado a alguien
parafrasear el desgarrador “¡que cese el fuego!” del Presidente de la Corte de
Justicia Alfonso Reyes Echandía. Y aunque todas las grabaciones de esos días
erizan la piel de cualquiera, la siguiente frase es la que más sacude las
fibras íntimas de mi colombianidad: “cuando entren en este piso nos morimos
todos, sépalo”. La dijo Alfonso Jacquin, segundo al mando, después de Luis
Otero. Jacquin le pide el teléfono a Reyes Echandía y luego, peleándose el
protagonismo con el sonido de la balacera, hace un último llamado desesperado
al diálogo. Le es inconcebible (con toda la razón) que el Presidente no le haya
pasado al teléfono al Presidente de la Corte Suprema. Se escucha en su voz el
tono de alguien que más que desesperado está apoderado por la incredulidad.
Reivindicando su operativo afirma que es el Ejército con sus tanques, y no el
M-19, quien se ha tomado el Palacio. Y luego, antes de colgar, advierte el
destino fatal.
No tengo ánimos de apologizar a
Jacquin, pero lo cierto es que el único que no jugó al teléfono roto ese día
fue el Presidente Betancúr. Yesid Reyes, hijo del magistrado, salió de hablar
con su papá y se comunicó con el periodista Juan Guillermo Ríos, quién se
comunicó con el Procurador, quién seguramente se comunicó con alguien más hasta
que García Márquez contestó en París e intercedió también. Por ese auricular
pasó también Noemí Sanin para advertir que no interfirieran pues no se trataba
de asuntos personales, sino de Estado, dijo. También pasó el Presidente del
Congreso Álvaro Villegas quién le insistió tres veces a Betancúr que hablara
con Reyes Echandía, hasta que a Villegas le dejaron de contestar. Pasaron
todos, menos el Presidente de la República.
Fue por esta tajante negligencia
de la cabeza del país que los medios de comunicación fueron una pieza clave. La
trascendencia de las cadenas de radiodifusión Caracol y RCN (y los periodistas
Yamid Amat y Juan Gossaín) es inestimable. No solo eran para el país la única
forma mantenerse enterado, eran para las víctimas la única esperanza de salir con
vida. Eran la única forma de ejercer presión al gobierno para que detuviera la
masacre que estaba cometiendo. Y sin embargo, el llamado a la cordura fue
callado. Fue silenciado por Noemí Sanin. Asfixió los gritos de auxilio y como
contentillo al país les puso fútbol. A Gossaín lo llamó a las 5:00 p.m. a
pedirle que saliera del aire porque le estaba haciendo daño al país y que de
negarse a hacerlo estaría violando una ley. Gossaín le contestó: ¿Cuál ley
estoy violando? A Amat lo llamó entre las seis y las siete para ordenarle
(haciendo énfasis en que a pesar de no haber resolución legal era una orden)
que interrumpiera la transmisión y que en caso de negarse el Ejército se
tomaría la emisora y apagaría los transmisores. Fue entonces una obligación
transmitir Millonarios vs Unión Magdalena.
Era la primera fecha del
octagonal, que en esa época era un todos-contra-todos. Millonarios,
dirigido ese año por Eduardo Luján
estaba armado con un plantel de primera categoría compuesto de: Alberto Pedro
Vivalda; Germán Gutiérrez de Piñeres, Miguel Augusto Prince, Luis
Norberto Gil, Hernando ‘El Mico’ García; Germán Morales, Norberto Peluffo, Juan
Carlos Díaz; Arnoldo Iguarán, Juan Gilberto Funes y Marcelo Trobbiani. Por su
lado, los samarios solían alinear a Carlos Valencia, Eugenes Cuadrado, Alfredo
González, Radamel García, Omar Alfredo Galván, Alberto Gamero, Víctor González
Scott, Héctor Ramón Sosa, Edgardo Teglia y César Calero. El partido,
completamente fútil en la coyuntura del país, quedó 2 – 0. Cerveleón Cuesta, jugador de Millonarios en el
85, comentó hace un par de años en entrevista a Señal Colombia el asombro que
sintió el equipo cuando Luján les comentó que el partido lo iban a transmitir.
Desde la concentración ya los jugadores estaban nerviosos. Cuesta cuenta como
se reunían alrededor de un radiecito que cargaba Norberto Peluffo a escuchar los
avances de la balacera. Para las 8:30 p.m., hora del pitazo inicial, ya el
Palacio cumplía más de cuatro horas de estar ardiendo en llamas. Y sin embargo,
la pelota rodó.
Eran otras épocas, la transmisión
de los partidos no era algo habitual. Se creía que de transmitir todos los
partidos se afectaría la asistencia de los hinchas a los estadios. Sin embargo,
todo aquel que estuvo pendiente de las noticias y quiso estar enterado esa
noche tuvo que someterse a un Millonarios vs Unión que se jugó en terror. El
fútbol fue reducido a un instrumento de censura. Un arma más del Estado; el
Estadio fue otro Cascabel, la pelota una granada de mano más. Amat diría luego
a la Comisión de la Verdad: “la censura tuvo como efecto la muerte de la Corte”.
Frase con la que no puedo estar más de acuerdo. Se cambiaron las denuncias por
goles. Y con una pelota de distracción se trató de disimular la retaliación
excesiva del Estado. Con dos goles, el gobierno groseramente trató de disimular
lo que resultó en diecisiete magistrados y cuarenta y seis civiles muertos más cientos de
desaparecidos. De la manera más cínica, la ahora ex Ministra Sanin se jactó de
haber “evitado otro Bogotazo” al haber dado la orden de silenciar los medios
cuando no hizo nada distinto a tejer una cortina con grama, uniformes y -sobre
todo- pasión. El 6 de noviembre de 1985, el Estado colombiano sacó humo de una
pelota para cegar a su pueblo. Quiero pensar que fueron ingenuos y que nadie se
dejó engañar sabiendo que el humo no venía del Campín. Sin embargo, me derrota
pensar que, así como en la Toma del Palacio de Justicia y tantas otras veces en
nuestra historia violenta, nos pueden seguir pinchando la pelota a su antojo.
Excelente crónica
ResponderEliminar